thumbnail of Valores Humanos; Francisco Gómez de Quevedo y Villegas
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"Valores Humanos". Una serie de programas inspirados en vidas que dejaron huellas inolvidables. Guión radiofónico de Arturo Uslar Pietri, ilustre escritor Venezolano. Muy buenas noches. Se asoma hoy a la galería de "Valores Humanos", a esta amplia balconada de personajes, Don Francisco de Quevedo y Villegas. He aquí una figura acaso mal entendida en el mundo literario de la lengua española. Tuvo este hombre la proyección del humorista, pero en su más íntimo fondo fue un renacentista, un hombre de cuerpo entero, íntegro con todas las vivencias del patriota, con la irreductibilidad del hombre
de espada y con la grandeza y la ilustración del hombre de pluma. Pero que corresponda a Gil de Ortegas como siempre presentar esta viva estampa de Uslar Pietri. Buenas noches amigos. Esta noche leeré para ustedes, con mucho gusto, la vindicación que hace Uslar Pietri del nombre de una de las más grandes plumas de la era dorada de la literatura española. A quien el vulgo ha dado la fama de escritor indecente y burlón, Francisco de Quevedo. Uno de los personajes de la literatura universal que han gozado de la fama más escandalosa, y en cierto modo, clandestina. Un escritor que ha ruborizado por largo tiempo a las entes pudibundas y que ha tenido el indeseable privilegio de que se le atribuyan los chistes de más gruesa sal, que circulan por el mundo hispánico, es
sin duda el famoso por mil títulos, Don Francisco de Quevedo y Villegas. Para la mayoría, este hombre no es sino el personaje de esas divertidas y chabacanas anécdotas en las que salen a relucir palabrotas y situaciones que caen muchas veces dentro de lo soez. Y no es que el hombre verdadero tuviera muchos remilgos para emplear las palabras más gruesas del vocabulario castellano. O que no llegue muchas de sus obras escritas a descripciones y a términos que hoy en día difícilmente se atrevería a emplear ni el más audaz de los llamados "escritores tremendistas". Pero la realidad es que este hombre vale muchísimo más por todo lo otro que como escritor y como hombre hizo, y que no es precisamente lo que le ha granjeado esa celebridad escandalosa y esa fama verde que rueda asociada su nombre. En realidad fue un testigo, un miembro, un personaje del período doloroso, contradictorio y trágico muchas veces, de lo que se ha llamado "La Decadencia Española". Un hombre que nace en
1580, en los años finales del reinado de Felipe II, y que va a vivir en la madurez bajo Felipe III, y a morir a mitad del reinado de Felipe IV. Pero Don Francisco de Quevedo y Villegas fue hombre de una actividad desbordante, de una capacidad de creación extraordinaria, y de una especie de anhelo de afirmación personal y de pugna contra el medio y sus tendencias, que no pocas veces se le da el carácter de un apóstol o de un héroe. Su figura física es bastante característica, reconocible. En el retrato de Murillo aparece en la madurez, con un aire a la vez imperioso e impertinente. La nariz aguileña, el traje negro de los cortesanos españoles de su tiempo. El largo cuello y los anteojos, los famosos anteojos redondos, bordeado de negro carey que vinieron a ser su distintivo, por lo cual en su tiempo, y todavía hoy en España, mucha gente no llama los anteojos de otra manera que "Quevedos". Estudió en Alcalá de Henares,
la Universidad humanista por excelencia en ese tiempo en España. Y allí, y luego posteriormente en la vida, acumuló una cantidad tal de erudición que llegó a ser uno de los hombres más cultos de su tiempo. Quevedo no solo se conocía al dedillo las letras castellanas desde los comienzos de la lengua, sino que conocía íntegramente la literatura latina y la griega. Leía los clásicos latinos y griegos en su propia lengua, y conocía las lenguas bíblicas. Fue hombre que leía el hebreo, que conoció el Siriaco, y que acumuló una suma extraordinaria de conocimientos de toda la literatura patrística de comienzos del cristianismo. Todo esto sale a relucir en sus libros y les sirve para dar una especie de mayor riqueza o de trasfondo a sus descripciones, a su literatura. No solamente era erudito, hombre de muchas letras, sino que fue espadachín famoso, ligero y fácil con la espada, casi tan ligero y fácil como con la pluma.
Tuvo lances famosos, y uno de los que debió darle más satisfacción fue un asalto a espada que tuvo con el más famoso maestro de armas de su tiempo. Y a quien de un botonazo le quitó el sombrero, cosa que llenó a Quevedo de vanagloria y de orgullo en un tiempo en que los gentiles hombres se preciaban mucho más de su habilidad con la espada que de ninguna otra virtud que pudiera adornarlos. Desde muy joven, Quevedo comienza a escribir. Escribió mucho. Lo que conservamos de él en nuestros días constituye una obra sumamente extensa, y sin embargo hay fundados motivos para pensar que lo que se ha perdido, destruido por él mismo, extraviado en copias en manos de gentes que no llegaron a imprimirlo, debe ser casi tanto como lo que tenemos. Quevedo escribe por igual en prosa y en verso. En ambos medios llega a una virtuosidad extraordinaria. Hay momentos en que es uno de los poetas más plenos, elevados, poderosos que haya tenido la lengua castellana, y posiblemente no ha habido nunca un prosista con más don de expresión
que Quevedo. Un hombre que tuviera lo que pudiéramos llamar un comando de la lengua más absoluto y completo. Un hombre que parecía poseer íntegramente todo el tesoro del vocabulario y aplicarlo con un tino perfecto en toda situación. Jugar con la lengua como un prestidigitador juega con las pelotas en el aire. Hacer toda clase de escamoteos, y no contento con usar todas las voces del habla vulgar y del habla culta, inventar a ratos al son del retruécano, neologismos y voces fabricadas. Con esto lograba una riqueza de estilo que a nosotros hoy en día en gran parte nos parece oscuridad y que hace la lectura de Quevedo no pocas veces difícil. Pero venciendo esas dificultades exteriores, el acometer la empresa de leerlo es un regalo, es ponerse en contacto con una riqueza de expresión, con una abundancia de términos, con un poder de síntesis, con una gracia para la imagen que acaso no ha sido superada nunca en la historia de las Letras Universales. En la obra de Quevedo,
los tratadistas clasifican varios grupos. Hay las que pudiéramos llamar las obras “satíricas y morales”, que son probablemente las que más afinidad tenían con su espíritu, porque este hombre nunca cesó de ser un satírico de todo cuanto le parecía decadencia y vicio en su tiempo. Sátira que hacía en todos los tonos, aún en ese soez y violento que es el que más ha pervivido de él. Tampoco dejó de ser un moralista, porque estaba constantemente predicando el regreso a las viejas virtudes castellanas, y eso trascendía a toda su obra literaria. Hay además otros aspectos. Hay las obras de tipo religioso, que escribió en que revela todo su saber teológico. Hay las obras del tipo histórico, que eran históricas apenas en apariencia, porque siempre estaba aludiendo detrás del personaje histórico a los hechos contemporáneos. Hay igualmente las que pudiéramos llamar sus obras políticas, que son las que se dirigen
directamente a los sucesos de su época al carácter que iba tomando la monarquía española en su tiempo. De este tipo es, por ejemplo, una de las obras más famosas antes, y más olvidadas hoy, que va dirigida al Rey Felipe IV y que se llama "Política de Dios y gobierno de Cristo" en la que tomando ejemplo del Evangelio, va diciéndole al monarca cómo debe reinar el Rey digno de serlo. De las obras de Quevedo que han llegado vivas a nuestro tiempo, la más conocida, y la que posiblemente en su tiempo se juzgó menos importante, es la novela picaresca conocida con el nombre de "El Buscón". El buscón, llamado Don Pablo, es “ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños”, como él le llama. “El Buscón” es un poco una especie de novela autobiográfica en la que él cuenta su experiencia de estudiante pobre, recargando la con tintas tragicómicas y con sátiras y que viene a ser, dentro del cuadro de la novela picaresca, uno de los arquetipos. Junto a “El Buscón”, hay otra obra compuesta más bien de una colección de cortos y densos apólogos, o narraciones satírico-morales que es la
que se conoce con el nombre de "Los Sueños". Estas obras fueron las que más editaron en su tiempo. En una vieja portada de un libro en que están mezclados "El Buscón" y "Los Sueños", aparece en un salón del siglo XVII un caballero castellano que pretende ser Quevedo, que con la mano en la mejilla, se abandona al sueño para que el sueño engendre fantasías. Es un poco lo que más tarde, en el siglo XIX, va a hacer otro español ejemplar, Goya. Cuando Goya compone sus "Caprichos", pone como divisa de todo el conjunto esta frase, "el sueño de la razón engendra monstruos". Quevedo imagina unos sueños en los cuales él se sale del mundo real, y entra en una especie de efervescencia que aproxima a seres de distintas épocas, que crea situaciones irrealizables y por medio de las cuales él no solamente logra crear una especie de baraúnda del otro mundo, o de los "mil diablos" ––como él le gustaba más decir–– sino una manera de satirizar directamente a ciertas gentes.
Quevedo es un hombre que pertenece a su tiempo, pero que pertenece a su tiempo a sabiendas. Todos los hombres pertenecemos a nuestro tiempo querámoslo o no, y eso es lo que a la distancia le da unidad a las épocas. Lo que permite decir que cada época tiene su estilo, el estilo del tiempo de Quevedo es el barroco. Eso que en la historia de la literatura española se llama "conceptismo" y "cultismo". Y que a ratos parecen dos escuelas contradictorias que se tiran de la greña y pugnan, y que son en realidad manifestaciones de un solo impulso, del impulso barroco. El “barroco” es un estilo que surge del cansancio del clasicismo, no como repudio sino como derivación de él. Es una exacerbación de lo clásico. Una ebriedad, una orgía. Es el amor de las formas por las formas. Es la abundancia de la imaginación, el abandono a lo abstracto, la presidencia de los datos directos de la realidad para crear con ellos formas absolutamente gratuitas. Esa abundancia de las formas, se va a dar en todas las
manifestaciones de la época, por ejemplo en la arquitectura. Si contemplamos un monumento barroco, como la portada del Hospicio de Madrid, veremos una abundancia desmesurada de formas que convierte la portada de una casa en una especie de escenario sobrenatural. Donde hay flores, frutas, donde los arcos se rompen, se transforman en pared. Donde las columnas salen de las cabezas de los angelotes, donde las guirnaldas se transforman en arcos y donde todo está como en fusión, en ruptura y en recreación. Eso es el gozo gratuito de la forma que caracteriza el barroco, y que podemos ver igualmente en otro caso muy semejante, aunque más tardío, en el famoso “Transparente” de la Catedral de Toledo, que sube desde la parte posterior del altar mayor hasta el techo. Una verdadera baraúnda de figuras que parece no obedecer a ninguna ley de ritmo. Que cabalgan las unas sobre las otras, y que no tienen otro objeto que el de aplastar, asombrar y acaso aterrorizar al espectador con su abundancia. Esto había igualmente invadido la pintura. En tiempo ya de Felipe
II, habían comenzado a llegar a España obras de un pintor muy curioso. Un flamenco de fines del siglo XV y comienzo del XVI, que se llamaba Jerónimo Bosch, y aquí en español llaman "El Bosco". El Bosco hace en la pintura lo que Quevedo va a ser en prosa en los sueños: imaginar un mundo del más allá lleno de aberraciones visuales, de monstruos. Y esos cuadros van a poblar precisamente a que la usted o palacio, de gusto tan clásico que el arquitecto Herrera construyó para Felipe II, y que conocemos con el nombre de "El Escorial". En las paredes de "El Escorial", sin duda que Quevedo tuvo ocasión no solamente de contemplar sino de admirar la obra de El Bosco. De ver como por antelación, la ilustración de lo que su imaginación iba a crear más tarde. En el "Infierno" de El Bosco, que está en "El Escorial", no es posible encontrar una sola figura real humana. Todas son figuras compuestas y monstruosas. Seres cuya mitad es un instrumento musical, especie de gigantescas
cucarachas que se convierten en caballeros. Todo está como en fusión, como han estado intermedio de fluidez, en el que las cosas están dejando de ser lo que fueron, y comenzando a ser otra cosa, pero sin ser ya ni lo uno ni lo otro, sino en un estado de transición delirante. Allí vemos una especie de semi-elefante, semi-langosta, semi-ser humano, que al mismo tiempo tiene por pies las patas de una mesa. Otros vienen cabalgando en los aires sobre escobas. Y al pie del cuadro hay una especie de inmenso cangrejo monstruoso que está revestido de una armadura de caballero. Ese delirio, que El Bosco lleva a sus cuadros, ese delirio barroco, es el mismo que se ve en la arquitectura de esas portadas y de esos altares. Y es el mismo que Don Francisco de Quevedo y Villegas lleva a su prosa. Quevedo es un gran poeta de esa época y de ese tiempo. Y probablemente el hombre que lleva al barroco en la prosa a sus formas más exageradas y audaces, más creadoras en “Los Sueños”, y especialmente en dos breves tratados que él añade posteriormente, el llamado "Discurso de
todos los Diablos", y "La Fortuna con Seso", o "La Hora de Todos", que es como el gran testamento espiritual que él deja, ya al final de su desengañada vida. Pero Quevedo no es solamente un escritor, sino un hombre que pertenece a su tiempo por entero, y su tiempo es el de La Decadencia Española. Es el momento en que los reyes que suceden a Felipe II, no tienen la energía suficiente para reinar, y se van a abandonar en brazos de los famosos privados, validos o favoritos, que van a ser de hecho los verdaderos dueños de España. Es Felipe III que abandona el reino en las manos del Duque de Lerma, y más tarde del hijo de éste el Duque de Uceda, y es luego Felipe IV que se abandona totalmente a la voluntad del famoso Conde Duque de Olivares. Este régimen hace que los reyes desaparezcan, postergados por la ambición, la codicia y la audacia de estos validos y de sus familias, que llegan en realidad a constituirse en los Señores de España y que van a precipitar su decadencia. Quevedo interviene en la política de muchas maneras. Alertando al rey sobre sus
deberes, tomando parte en la intriga italiana, porque él va a vivir en Italia siete años al servicio del famoso Duque de Osuna, y va a tomar parte muy activa en la promoción de este a Virrey de Nápoles, y en una romántica y famosa tentativa de anexión de la Adriático a España, que se conoce con el nombre de "La conspiración de Venecia". Regresa a España en 1620, y en su lucha contra Olivares todopoderoso, sufre frecuentes prisiones, y largas épocas de confinamiento en la torre de Juan Abad, que era su tierra señorial. En una ocasión pone debajo de la servilleta del rey, una denuncia contra el Conde Duque de Olivares que le ocasiona una prisión. Ya antes le había dirigido una advertencia en "La política de Dios y gobierno de Cristo", que es buena muestra del espíritu y de la prosa de Quevedo, y en la que suma una visión del mundo que después de él va a recoger otro gran español, el poeta Calderón de la Barca, en "La vida de sueño", aquel "soñar es reinar, reinar es soñar". Eso lo dice Quevedo en estas frases que dirige al rey. "Rey que duerme y se echa a dormir
descuidado con los que le asisten, es sueño tan malo que la muerte no le quiere por hermano y le niega el parentesco. Deudo tiene con la perdición y el infierno. Reinar es velar. Quien duerme, no reina. Rey que cierra los ojos da la guarda de sus ovejas a los lobos, y el ministro que guarda el sueño de su rey lo entierra. No le sirve, le infama. No le descansa. Guardan el sueño y pierden la conciencia y la honra, y estas dos cosas traen apresurada la penitencia en la ruina y desolación de los reinos. Rey que duerme, gobierna entre sueños y cuando mejor le va sueña que gobierna". Esta es precisamente una de las grandes imágenes que el barroquismo va a exaltar en formas literarias imperecederas. Cuando cae el Conde Duque de Olivares, ya Quevedo está viejo, se acerca a los 70 años. Se retira a la torre de Juan Abad, sufre una última y larga prisión y el año de 1645 este hombre solitario, altanero o orgulloso, perseguido y genial, que ha vivido sin mujeres y sin hijos porque siempre fue misógino ––y solo hizo un ensayo tardío de matrimonio que duró
poco y acabó en infelicidad––, cierra los ojos y muere. Realmente merece mucho más que esa fama escandalosa de personaje de anécdotas soeces, la figura eminente y extraordinaria de Don Francisco de Quevedo y Villegas. Grave, penumbrosa, atormentada con el destino de España. Han escuchado "Valores Humanos", estampas dramáticas del hombre en su historia. Narró Gil de Ortegas. Producción W.I.P.R.
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Valores Humanos
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Francisco Gómez de Quevedo y Villegas
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Chicago: “Valores Humanos; Francisco Gómez de Quevedo y Villegas,” WIPR, American Archive of Public Broadcasting (GBH and the Library of Congress), Boston, MA and Washington, DC, accessed September 19, 2024, http://americanarchive.org/catalog/cpb-aacip-f3cf81fd778.
MLA: “Valores Humanos; Francisco Gómez de Quevedo y Villegas.” WIPR, American Archive of Public Broadcasting (GBH and the Library of Congress), Boston, MA and Washington, DC. Web. September 19, 2024. <http://americanarchive.org/catalog/cpb-aacip-f3cf81fd778>.
APA: Valores Humanos; Francisco Gómez de Quevedo y Villegas. Boston, MA: WIPR, American Archive of Public Broadcasting (GBH and the Library of Congress), Boston, MA and Washington, DC. Retrieved from http://americanarchive.org/catalog/cpb-aacip-f3cf81fd778